miércoles, 27 de febrero de 2013

LA MATANZA


 LAS MATANZAS


En principio hablaré de cómo se criaban, y cebaban los cerdos para la matanza, en nuestro pueblo.

Por lo general, a excepción de alguna persona muy pobre, algún funcionario y el sacerdote; todos los vecinos cebaban algún cerdo, para hacer la matanza a su tiempo.

Se compraban los gurriatos o cerditos de pequeños, al destete; casi siempre en los primeros meses del año, y se iban criando poco a poco con los desechos y desperdicios de la comida y verduras, acompañados del salvado de los cereales, que quedaba al moler el trigo.
Cuando se iba al molino, la harina buena o cernida, se recogía aparte; y servía para amasar y hacer el pan, blanco y bueno, para alimento de los humanos.
Los desperdicios o salvado, así como la harina del centeno y cebada, se utilizaba para alimento de los animales.
Cuando los cerdos eran ya un poco mayores, “llareros” les llamaban; se cocían en un bidón patatas pequeñas que no valían para pelar, remolacha forrajera, berzas, zapallos, etc.; incluso excrementos del ganado vacuno, caballar y asnal.
En la primavera, cuando el ganado se llevaba a la zona de pastizal del pueblo; muchísima gente iba a donde pastaban los animales, recogían los excrementos en calderos; y los llevaban a casa para echarlos a los cerdos, envueltos con otros alimentos.
Cuando se veía que un animal  evacuaba, la gente corría  y trataba de recoger lo que podía, cadajones y muñicas.
Fijaros que entonces no había dinero para guantes, si es que existían. Bueno, si para los ricos y de ciudad, pero en los pueblos ni se veían; así que con las manos se apañaban. Menos mal que el arroyo pasaba por medio del pastizal y siempre había agua para lavarse. No recuerdo que hubiese ningún caso de infección por estos hechos.

En los meses de Octubre y Noviembre, cada vecino iba al campo y monte a recoger las bellotas de sus encinas y sardones; así tendría para el final de la ceba de sus cerdos, puesto que se aproximaban las matanzas.

Si el tiempo venia de heladas y frío, a mediados de Noviembre, comenzaban las matanzas, y se prolongaban durante los meses de Diciembre y Enero; incluso hasta mediados de Febrero, si el tiempo frío y heladas lo seguían permitiendo.

Todo el que podía cebaba un par de cerdos, que podían llegar a pesar unos 130 kilos; si bien de forma general los mejores eran los que pesaban entre 110 y 125 kilos. Eran más tiernos.
Si alguno era de mayor peso, se debía a que se hubiese dejado para criar el primer año. Las cerdas después pesaban mucho más y era más dura la carne. Igualmente pasaba con los machos, “verrones”, que eran los que dejaba algún vecino para cubrir las cerdas para la cría.

En aquellos años, la matanza era fundamental. Era el principal alimento de subsistencia para las familias; unido a otros productos del campo.
Si algún vecino tenía la desgracia de que se le murieran los cerdos; ese año tenía problemas para el sostenimiento familiar. Era muy difícil que pudiera  comprar uno, y aunque así fuera, nunca le llenaba el vacío dejado por los suyos.

En los últimos años que yo recuerdo, algunas familias dejaban alguna cerda para cría. De los gurriatos, siempre dejaban los que necesitaban para criarlos y cebarlos; y el resto los vendían a otros vecinos, o iban a los mercados de Benavente o Tábara. Así aumentaban los escasos ingresos de aquellos tiempos.

El día anterior a la matanza por la noche, no se echaba de comer a los cerdos; así al día siguiente las tripas estarían más limpias, y habría menor riesgo de romperse al lavarlas.
Se preparaba el banco, las cuerdas o grilletes para sujetarle manos y boca, y se afilaban los cuchillos.
Se traían los encaños, “pajas largas de centeno” que, en manadas y ardiendo; servían para chamuscar las cerdas del animal.
Por la mañana temprano, las mujeres preparaban los utensilios para recoger la sangre de los animales; y calentaban abundante agua para lavar la piel, después de quemadas las cerdas.
Recuerdo que para que soltasen las pezuñas, había que darle mucho calor. Creo era lo más duro de pelar.

Las familias que no reunían fuerzas suficientes para matar los cerdos, se unían con otros familiares o amigos; así se hacía más popular el día y resultaba más divertido.
En mi casa, siempre iba en nuestra ayuda, mi prima Laureana. Tenía una  gran fuerza. Entre ella y yo sujetábamos el cerdo y mi padre era el matachín. Yo también iba a la matanza a su casa, y ayudaba en lo que podía; aunque era menor que ella.

Antes de salir el cerdo de la pocilga, había que atarle la boca y una pata; para evitar alguna mordedura, y que al salir, no corriera demasiado. Se agarraba  por las orejas, uno de un lado y otro del otro; y otro sujetaba la cuerda para que no corriera. Así se neutralizaba, y se llevaba al banco del sacrificio.
Era muy importante acertar a clavar el cuchillo en el lugar adecuado, pues de ello dependía que sangrara bien; y que la carne estuviese limpia de sangre.
Si alguna vez no se acertaba, después de abierto el animal; había que sacar toda la sangre coagulada, y lavarlo. Además el animal, sufría mucho más; puesto que su muerte era más lenta y prolongada.
La sangre, alguna se utilizaba para hacer morcillas; y el resto después de cocida se repartía entre los familiares y personas más necesitadas; en unión de un trocito de hígado y alguna grasa para condimentarla.
Una vez muerto el animal, se procedía a chamuscarlo con las pajas de centeno ardiendo, para quemar las cerdas; procurando que la piel no se quemara demasiado, primero de un lado y después del otro.
Luego se limpiaba y lavaba con agua caliente, frotando con una teja o ladrillo; finalizando la faena con agua limpia y el filo del cuchillo; así quedaba limpísimo.
Cuando se estaba chamuscando, casi siempre; a uno de los cerdos, se le cortaba un trozo del  rabo. Era lo primero que comíamos, estaba muy rico.
Aún no había inspección veterinaria. Años más tarde, ya no se podía hacer; hasta que el veterinario no lo autorizaba.
Antes de abrir el animal se pesaba, y se dejaba la romana preparada para después pesarnos todo el que quisiera.
Una vez abierto en canal, se procedía a extraer  las vísceras, separando unas de otras. El hígado para el reparto familiar, y el páncreas para picarlo al día siguiente, con la carne de menor calidad; y hacer chorizos que después de curados, se comían solo con los cocidos que se hacían. Crudos no sabían muy bien.
Las tripas se echaban en una o dos talegas, y esa misma mañana, después de quitarle la grasa que tenían unidas; se  iba a  lavarlas al charco.
Después de todo este proceso, abiertos en canal; se ataban con el sobeo o alguna cuerda por el hueso trasero, y se colgaban boca abajo. Se adornaban con el manto de  grasa o manteca, colocado sobre las patas traseras y se dejaban enfriando hasta el día siguiente.
Mientras  alguno hacia esta operación, otros ya preparábamos la vejiga, le dábamos aire y nos servía de balón para jugar y quitar el frío. Otra de las vejigas, se ajustaba a un bote, y con una paja atada; se subía y bajaba y sonaba como si fuese una zambomba.
A continuación nos íbamos a lavar las tripas al arroyo “Zamarrilla”. Buscábamos un hoyo con abundante agua; y unos con las tripas gordas y otros con las delgadas, intentábamos hacerlo lo más pronto que se pudiera.
A veces el agua estaba  con hielo gordo, y había que partirlo; pues aunque  estuviese muy fría, había que aguantar.
 Mientras las mujeres terminaban de lavar las tripas delgadas, y el botillo o estómago del cerdo, que era  lo que más se tardaba; los más jóvenes ya buscábamos la forma de quitar el frío de alguna manera.
Jugábamos al balón con la vejiga, a manotazos sobre la ropa; o bien jugando unos con otros, a cualquier cosa que se nos ocurriera.
Los que llevábamos puestos chancros, nos tirábamos a resbalar sobre el hielo, y alguno terminaba mojándose, al no controlar bien,  y llegar al punto donde el hielo no aguantaba; y se hundía.
En tal caso la juerga era segura, y aunque cogiera un buen catarro; al regresar se hacía un buen ponche de vino y miel, lo más caliente que aguantara, y ese era el remedio de entonces.

De regreso la comida ya estaba lista, toda vez que el ama de la casa con alguna de las abuelas, se había quedado preparándola.
Un buen cocido castellano, con lacón y las orejas del cerdo del año anterior y un buen trozo de chorizo si  aún había. Siempre se preparaban unas berzas de asa de cántaro, para añadir al cocido, todo aquel que así lo quisiera; y estaban muy ricas.
Para la cena, se solían poner unas alubias blancas, que se habían adquirido al trueque, cuando se iba a vender cerezas por los pueblos del valle del Tera -dos kilos de cerezas por uno de alubias-, según estuvieran los precios del día.
También se ponía bacalao, que se habría comprado, en el comercio del pueblo; o al señor Timoteo, que venía una vez a la semana en venta ambulante, recorriendo los pueblos del valle de puerta en puerta, desde Aguilar de Tera, donde tenía su residencia.
El bacalao con patatas en una cazuela de Pereruela, estaba riquísimo. Si era solo, bien preparado estaba mucho mejor; pero resultaba demasiada cara la cena, y no había para tanto.
Aquellos años, bien fuera en el comercio de Remedios o el señor Timoteo; recogían  los huevos que en cada casa sobraban, y a cambio;  se le compraban otros artículos que se necesitaban.

Recuerdo como antes de comer y después, nos pesábamos para ver quién era el que había comido más. Entre los jóvenes andábamos a porfía a ver quién había comido más o pesaba más. La rivalidad entre unos y otros, hacía que alguna vez se llegara a hacer una pequeña trampa.
 Se guardaba un trozo de hierro entre la ropa, para lograr superar a alguno de los más glotones.
 Al final todo se aclaraba y todo se tomaba a broma. Así la alegría de las familias se prolongaba más tiempo.
De esta manera, y jugando a las cartas; pasábamos el rato hasta la hora de ir para casa.

Durante la tarde, íbamos al monte más próximo a buscar leña; para hacer la hoguera, que como tradición se hacía en la calle; a la puerta del que había hecho la matanza.
Entre todos los vecinos, que aquel día habían matado los cerdos; se andaba a porfía, a ver quién hacia mejor hoguera; pues los mozos, pasaban por la noche por todas ellas; y en la que más durara, estaban más tiempo y siempre había más diversión.
Antes de marchar todos, se extendía la ceniza hacia los lados, y se pisaba; incluso se orinaba para apagar la lumbre que quedaba.
No obstante, si la noche estaba ventosa, se sacaba un cubo de agua y se apagaba bien.

Al día siguiente por la mañana, se libraban los cerdos de sus colgaduras del día anterior; y se procedía al despiece de los mismos.
Se separaban las piezas unas de otras: La carne para picar y hacer chorizos, y el resto, jamones, paletillas, tocino, y demás;  se echaban en sal para su conservación.
Cuando se estaba deshaciendo el cerdo, siempre se cogían unos trocitos de carne  para asarlos y comerlos calentitos, y sabían de rechupete.

Una vez picada la carne para los chorizos, se echaba en la artesa o dornajo. Preparaban el adobo a base de pimentón, sal y agua; y se envolvía con la carne, que dejaban macerar uno o dos días, y después se hacían ya los chorizos.
Después de curados, que buenos estaban.
Muchas familias también echaban en adobo alguna costilla y huesos; y a los dos días, se comían con patatas y sabían muy bien.
El resto de los huesos, jamones, paletillas y tocino, se echaban en sal para que se conservaran; así se iban comiendo poco a poco durante todo el año.

La manteca o grasa del cerdo, ese mismo día se picaba y se derretía al fuego en una caldera de cobre, y después se echaba en tinajas o cangilones; donde cuajaba, y valdría como condimento para las comidas, durante todo el año.
Aquellos años el aceite resultaba muy cara,  (3 ó 4 Pts. litro), y muchas familias tenían que arreglarse con la manteca del cerdo.
Después de escurrir la grasa de la caldera, quedaban los coscaritos y con parte de ellos y migas de pan, azúcar o miel, se hacían los coscarones, que estaban muy ricos. Estos también se iban a repartir entre los familiares y amigos, para que los degustaran.
Con ellos hacíamos bolas, que luego íbamos comiendo  de camino a la escuela.
Algunas familias con el resto de los coscaritos, y azúcar; hacían unos bollos especiales que también sabían muy buenos.



Arturo Galende Palacios


1 comentario:

  1. Me ha encantado leer este Post.

    Lo he leído en enero de 2021 y he recordado algunos instantes de mi vida hace ya más de 40 años.

    Gracias por escribirlo.

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